A guerra de liberación contra o invasor francés, iniciada trala xornada do dous de maio de 1808, terá no pintor Francisco de Goya y Lucientes unha testemuña de excepción.
O “atisbador genial”, como lle chama Ramón Gómez de la Serna, deixounos en “Los desatres de la guerra” a primeira reportaxe gráfica de guerra da historia.
Goya viviu o desgarro de aqueles que como él mostráronse afíns ao programa renovador que encarnaba Xosé I, entre os cales figuraban amigos, como os escritores Leandro Fernández de Moratín e Tomás de Iriarte, e, ao tempo, deploraban a prepotencia dos ocupantes e a devastación que entraña toda guerra. Sinalados como afrancesados, a non moito tardar chegarán a converterse nos primeiros exiliados políticos da nosa historia.
Durante os anos da guerra, pasados en Madrid, no seu domicilio da rúa Fuencarral, o artista seguiu traballando Ademáis dos encargos aos que tiña que atender como Pintor de Cámara –os retratos de Xosé I, lord Wellington ou Palafox- que mostran os diversos avatares polos que atravesa o conflicto, fai tamén os debuxos preparatorios de “Los desastres”.
Na serie, que consta de 32 grabados realizados coa técnica do augaforte, e que non foi editada ata 1863, a guerra é despoxada de todo sentido grandilocuente e retratada en toda a súa crueza, e anque non faltan escenas heroicas, como a adicada a súa paisana Agustina, predomina a visión de denuncia da sinrazón e da barbarie, como na estampa “Estragos de la guerra”, calificada por Lafuente Ferrari como a primeira representación dun bombardeo sobre poboación civil.
As impresións daquela xornada de loita do dous de maio, trasladadas posteriormente a lenzo en dous cadros que rememoran o levantamento do pobo madrileño e nos que Goya pretende despexar as dúbidas sobre o seu patriotismo, foron recollidas por Isidro, o seu criado e xardineiro, nun relato cargado de dramático verismo:
Han visto ustedes aquellos horrores de la guerra que tan admirablemente pintó mi pobre amo? Pues esa campana que clamorea en la Florida me recuerda que tal día y tal noche como la de mañana concibió mi amo, loco de indignación, la idea de pintar aquellos horrores. Desde esa ventana vió los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío, con un catalejo en la mano derecha y un trabuco naranjero cargado con un puñado de balas en la izquierda. Si llegan a venir los franceses por aquí,, mi amo y yo somos otros Daoíz y Velarde. Al acercarse la medianoche me dijo mi amo: “Isidro, toma tu trabuco y ven conmigo”. Le obedecí, y ¿a dónde creerán ustedes que fuimos? Pues fuimos a la montaña, donde aún estaban insepultos los pobres fusilados. Me acuerdo de todo como si fuera ayer. Era noche de luna, pero como el cielo estaba lleno de negros nubarrones, tan pronto hacía claro como oscuro. Los pelos se me pusieron de punta cuando vi que mi amo, con el trabuco en una mano y la cartera en la otra, guiaba hacia los muertos. Como mi amo notase que yo no las tenía conmigo me preguntó:
“-¿Tiemblas Otelo?” Yo, en lugar de contestarle. “Temblaré un hinojo”, casi me eché a llorar, creyendo que el pobre de mi amo se había vuelto loco, pues me llamaba Otelo en lugar de Isidro.
Sentámonos en un ribazo a cuyo pie estaban los muertos, y mi amo abrió su cartera, la colocó sobre sus rodillas y esperó a que la luna atravesase un nubarrón que la ocultaba. Bajo el ribazo revoleteaba, gruñía y jadeaba algo. Yo…, se lo confieso a ustedes, temblaba como un azogado; pero mi amo seguía tan sereno y preparando medio a tientas su lápiz y su cartón. Al fin la luna alumbró como si fuera de día. ¡En medio de charcos de sangre vimos una porción de cadáveres, unos boca abajo, otros boca arriba, éste es la postura del que estando arrodillado besa la tierra, aquel con las manos levantadas al cielo pidiendo venganza o misericordia, y algunos perros hambrientos se cebaban en los muertos, jadeando de ansia y gruñendo a las aves de rapiña que revoloteaban sobre ellos, queriendo disputarles la presa!
Mientras yo contemplaba aquel horrible cuadro lleno de espanto mi amo lo copiaba.
Volvimos a casa, y a la mañana siguiente me enseñó mi amo su primera estampa de la guerra, que examiné horrorizado.
“-Señor –le pregunté-, ¿para qué pinta usted esas barbaries de los hombres?”
“-Para tener el gusto –me contestó- de decir eternamente a los hombres que no sean bárbaros”
No hay comentarios:
Publicar un comentario